El 23 de febrero de 1945, cuatro marines alzaron la bandera de barras y
estrellas sobre el monte Suribachi, en la isla de Iwo Jima. Este acto
fue captado por la cámara de Joe Rosenthal, quien
recibiría el Pullitzer de ese mismo año por tan
simbólica fotografía. De hecho, esta imagen se
convertiría en un símbolo para las generaciones
venideras.
Dentro de poco tiempo, casualmente también en febrero y sin
pretender crear paralelismos más allá de la esencia
simbólica, se va a celebrar el trigésimo primer
aniversario de la proclamación de la República
Árabe Saharaui Democrática (27 de febrero de 1976), uno
de los mayores logros del pueblo saharaui y el principal
símbolo de su actual identidad nacional. Y como tal,
cualquier esfuerzo para revivirlo y celebrarlo no será en vano
ni mucho menos, pues no hay que olvidar el verdadero significado del
evento y su valor real en el imaginario saharaui. La RASD, al igual que
la bandera y el himno nacional, constituye un poderoso símbolo
de la identidad saharaui y despreciarlo es despreciar la singularidad
saharaui. Todos sabemos que cuando se ataca a un símbolo
determinado, los individuos que se identifican con él se sienten
personalmente agraviados. De hecho, es tan grande el valor que se da
hoy en día a los símbolos que la mayoría de los
conflictos acaba transformándose en una guerra de
símbolos. Por algo será que el PSOE ha acusado al PP de
apropiarse de símbolos de España en su marcha del otro
día, en referencia a su entonación del himno nacional al
final de la misma.
Dicho esto y
dadas las circunstancias, supongo que también los saharauis
tendremos ese derecho (¿derecho huérfano?) a reverenciar,
ennoblecer y recordar ese símbolo nuestro tan querido y
respetado por todos como lo es el de la proclamación de la
República Árabe Saharaui Democrática. Mas la faena
adquiere un valor añadido, por no decir empíreo, cuando
los pagos elegidos para tan solemne celebración son los
Territorios Liberados, concretamente la mítica villa de
Tifariti. Es decir, el simbolismo y su valor emocional y
anímico, sin hablar de la repercusión mediática en
el mundo entero, se eleva en esta ocasión a su máxima
potencia; al igual, claro está, que el verdor del envidioso
enemigo. Sin embargo, hay quienes a toda costa quieren prohibirnos ese
placer legítimo y razonable argumentando, por una parte, su
carácter provocador y, por otra, su esencia contradictoria con
el estado de prehambruna reinante en los Campamentos de Refugiados
Saharauis.
En respuesta al primer punto, baste decir que la celebración es una celebración saharaui que se llevará a cabo sobre territorio saharaui ¿dónde está el problema?. Respecto al segundo, habrá que hilar un poco más fino. Dada la relevancia del acontecimiento y la importancia del lugar, habrá que celebrarlo cueste lo que cueste y duela a quien duela. Dicho esto, también habrá que realizar una labor titánica para organizar todo el evento y su parafernalia logística de manera que su costo sea el mínimo posible, pues todos sabemos del derroche a diestro y siniestro que suele practicarse en estos casos, eso sin hablar del desvergonzado listillo -¿responsable?- siempre presto a meter mano y a poner en entredicho la honestidad de la mayoría.
Para terminar,
siempre es bueno tener presente y no olvidar el origen de los
problemas: los saharauis exiliados, que malviven en campamentos de
refugiados desde hace más de tres décadas, sufren lo que
sufren y tienen hambre no porque un responsable polisario, ladronzuelo
de poca monta y ruin villano donde los hubiere hurtara un camión
o dos o cien de alimentos, sino porque un cruel invasor invadió
su tierra a sangre y fuego y practicó en su carne una terrible
operación de limpieza étnica. Y lo curioso de todo el
asunto es que este mismo invasor, causante de todas las calamidades del
pueblo saharaui, es quien más fervor está mostrando para
que no se celebre nuestro aniversario y, de esta forma, pretende
él, paliar la hambruna de “nuestros hermanos secuestrados de
Tinduf”. El invasor se pone en solfa a sí mismo, solito.
Estepona, a 4 de febrero de 2007