En los albores del nacimiento del Estado del bienestar en Europa, las
clases trabajadoras no tenían ningún derecho reconocido.
De las ruinas del Estado liberal se había heredado, como norma,
la no intervención del Estado en las relaciones contractuales
entre trabajadores y empresarios. De modo y manera que no había
ninguna ley que regulara las relaciones entre las partes. Se dejaba,
entonces, la negociación del contrato de trabajo merced a la
libertad de las partes. Y a resultas de esa “libertad”, los
trabajadores (la parte débil) no tenían más
remedio que someterse a la voluntad de los empresarios. Ni seguridad
social, ni vacaciones, ni ninguna otra protección. Ni tan
siquiera la garantía de trabajar la mañana siguiente. Tal
era la crueldad en que vivían aquéllas clases obreras,
precursoras de las opulentas y mansas sociedades civiles, ya
desclasadas, de la actualidad.
Consciente, el Estado, de la enorme injusticia que supone su no
intervención, no tuvo más remedio que entrar a regular la
materia, consagrando ciertos derechos mínimos que se
imponían a las partes. Entonces, se puso de moda la frase que
sirve de título a este artículo. Y en efecto, ampararse
en la supuesta libertad para dejar que las partes negocien lo que
quieren es condenar a una de ellas (la débil) a la
opresión. En cambio, la ley, al consagrar ciertos
mínimos, garantiza la auténtica libertad.
Esa frase es perfectamente extrapolable al conflicto del Sahara
Occidental. El Consejo de Seguridad no sólo se ha inhibido del
asunto, dejando que las partes negocien directamente, sino que
además, en una Resolución sin precedentes, ha derogado
todo el sistema de leyes y tratados internacionales dejando que la
negociación se haga bajo “la libertad de las partes” sin
sujetarse a mínimo alguno. Es decir, el famoso “sin condiciones
previas”. El Consejo de Seguridad, para favorecer a la parte fuerte, se
inhibe de intervenir y, además, deroga las normas esenciales del
Ordenamiento Jurídico Internacional.
Aún a riesgo de que el artículo resulte demasiado largo,
es preciso recordar al lector que, en buena media, el Derecho
Internacional son normas dispositivas, o sea, los Estados son libres de
someterse o no a los dictados de ese Derecho. Pero hay cuatro normas
que no son dispositivas. Estas normas se imponen a todos los Estado,
son imponibles “erga omnes”. Y la segunda de tales normas es: “El
derecho a la libre determinación de los pueblos”.
Ya en los informes del corrupto Kofi Annan se decía “lo
impensable en una Resolución del Consejo de Seguridad
podría no quedar fuera del alcance de las negociaciones directas
entre las partes”.
Es evidente, por tanto, que no podemos más que oponernos a las
negociaciones directas sin condiciones previas. Nos alegran las
declaraciones tanto de Jaddad (con la “J” hispana y no con la “Kh”
francesa) como de Bujari, respecto a las pocas esperanzas de que las
negociaciones continúen más allá de agosto.
Pero lo que da verdadera pena es el júbilo con que ciertas voces
han acogido, en las páginas de arso,org, la idea de las
negociaciones directas sin condiciones previas. Curiosamente, en sus
opiniones publicadas en arso, el POLISARIO ha dejado de ser un
pequeño movimiento. Ya no es vilipendiado. Ahora, precisamente
ahora, todo son alabanzas. Y no poniendo bajo sospecha la capacidad
analítica e intelectual de estos antiguos moradores de las
cloacas del Estado, no podemos sino concluir que su deseo no confesado
es la anexión definitiva del Sahara Occidental por Marruecos.
Huneifa ibnu Abi Rabiaa.
23.07.07